sábado, 15 de septiembre de 2012

4. La velocidad de la lluvia.


La estación de trenes estaba en el centro mismo del pueblo. No era un edificio demasiado grande, debido a la escasez de los viajes que se realizaban entre distintos puntos del Jardín, o a los casi inexistentes viajes entre Jardines distintos, en los que apenas viajaban un puñado de gente relacionada con el comercio u otras cosas importantes que Freesia no llegaba a comprender del todo bien. Sin embargo, era un edificio imponente, de dos pisos, que se reconocía por la gran torre de ladrillo que sostenía un gran reloj de aguja con las manecillas apuntando, en ese momento, la pequeña al número once y la grande al número tres. Cruzaron las puertas de metal y se adentraron en el vestíbulo.
El suelo era de mármol, y había numerosas columnas sólidas de color tierra, que a Freesia le resultaban amenazantes. En el centro de la sala habían instalado una fuente de piedra y granito de la que brotaban chorros de agua cristalina por la pequeña abertura de la boca en la figura de un pez. En el techo de la sala estaba la gran lámpara, formada por cristales diminutos que reflejaban la luz por toda la habitación, lo que hacía que ésta tuviera un aura extraña. A un lado del vestíbulo estaban las taquillas, donde un hombre con aspecto aburrido miraba la hora con ansiedad esperando el fin de su turno. Un poco más allá, una rampa subía al segundo piso,  donde se hallaban los andenes.
Aquel lugar sólo le traía  a Freesia malos recuerdos, muy malos. Sólo había estado allí una vez, cuando sus padres se marcharon, y no era algo que se olvidaba con facilidad. Tan sólo la visión de aquel impoluto suelo de mármol y de las columnas construidas en perfecta armonía la hacían querer vomitar.
El ama Dalia se había dado cuenta de su inquietud, y la miró con preocupación al tiempo que le acariciaba un hombro con cariño.
-¿Te encuentras bien?-ella asintió y movió después la cabeza con vehemencia, como para despejarse de los malos recuerdos que en ese momento acudían a su mente como proyectiles.
En ese momento sus amigos entraron por la puerta de la estación, con el semblante triste. Se acercaron a ellas con precaución, y por un momento se quedaron todos así, parados, sin saber bien qué decir en una situación como ésa. Por fin, el ama Dalia rompió el hielo.
-Primero tendremos que ir a que facturen tu equipaje.-luego miró a todos los chicos que había a su alrededor.-Gracias por haber venido.  Vamos, es por aquí.
Siguieron al ama Dalia por un pasillo estrecho que descendía hasta una sala amplia que parecía estar bajo tierra. Nadie dijo nada por el camino. Simplemente, no había nadie que decir.
No había  nadie en la cola para facturar. La habitación estaba vacía, salvo por la resuelta jovencita que atendía el mostrador hasta el que Freesia y el ama se acercaron. La chica rebuscó en su mochila hasta dar con el billete de tren que habían comprado hacía ya dos semanas. Se lo entregó a la joven, que lo observó con detenimiento e introdujo algunos datos en la computadora.
-¿Documento de identificación?-le preguntó con voz cantarina.
Ella asintió y le tendió la pequeña tarjeta en la que una Freesia de apenas diez años sonreía a la cámara mostrando las mellas de los dientes delanteros.
La joven la miró primero a ella y luego a la pequeña foto, y asintió. Le entregó de nuevo la tarjeta y el billete y preguntó por el equipaje. Con ayuda del ama, Freesia depositó sus maletas sobre la cinta trasportadora que conducía a un pasillo que desaparecía tras una pared.
-Bien, pues ya está todo.-le dijo la encargada.-Andén treinta y tres, puerta B. Su tren saldrá en cuarenta minutos, puede ir pasando a la planta superior.-la muchacha miró a todos los acompañantes de Freesia, que esperaban detrás de ella.-Pero a partir de ahí tendrá  que seguir sola, sólo los pasajeros pueden circular por ese área de la estación.
Freesia asintió.
-Gracias, muy amable.-aferró con  fuerza su cartera y se dirigió hasta donde se encontraban sus cuatro amigos.-Ya lo habéis oído.
Ellos asintieron. Juntos se pusieron de nuevo en marcha hasta la planta baja, donde se quedaron expectantes, mirando a las puertas de cristal que daban acceso a la planta alta.
-Pues aquí estamos.-dijo Clavel.-Tienes que irte ya.
Pero Freesia no quería irse. Hubiese preferido quedarse en aquella triste estación con sus amigos para siempre que cruzar las altas puertas que la conducirían a aquel tren solitario. Pero sabía que no podía. Tenía que marcharse, y eso significaba también despedirse.
Miró a todos sus amigos con tristeza, y por último miró al ama Dalia a los ojos.
-Es la hora-susurró.

La luna había empezado a cubrirse de nubes, pero sus rayos aún eran fuertes e iluminaban el pequeño andén y las vías de hierro. También iluminaba a la pequeña niña que, abrazada a una mochila de viaje, se acurrucaba en un banco mirando al suelo.
Freesia aún lloraba, incluso pasada la triste despedida con sus amigos y con el ama. Agarraba con fuerza el pequeño colgante de la paloma que ésta le había regalado, intentando no pensar en lo que le esperaba más allá de aquel andén, más allá de la estación, más allá de todo lo que un día había conocido y amado.
Aún quedaban quince minutos para que el tren hiciese su entrada. Después de cruzar las puertas y subir a la planta superior, había estado dando vueltas sin sentido por todo el lugar, como aturdida y sin saber dónde ir, simplemente con el recuerdo de la escena en la que todos lloraban y se abrazaban, y con el sentimiento de desolación que ésta había dejado en su interior. Apenas se había cruzado con una o dos personas en su recorrido, y se había comprado un paquete de caramelos de colores que en ese momento estaban en el fondo de su mochila. Ni siquiera sabía por qué los había comprado.
Estaba muy cansada, e intentó que el sueño no la venciera incorporándose como pudo en el banco. Justo en ese momento alguien se sentó a su lado.
Era un hombre alto y joven, no aparentaba más de veinte años. Sus facciones eran pronunciadas y tenía una barbilla y una nariz afiladas y puntiagudas. Era muy blanco de piel, y tenía los cabellos rubios casi blancos, peinados hacia atrás con una raya al lado. Vestía un elegante abrigo marrón oscuro y unos mocasines negros, haciendo juego con el maletín que reposaba a su lado.
Lo primero que le inspiró este extraño hombre a Freesia fue respeto. No sabía por qué, pero aquel joven espigado y de mirada pálida le hacía estremecerse por dentro, así que lo único que hizo fue apartar la mirada de él.
Lo segundo, fue desconfianza. Al mirar a su alrededor, pudo observar que todos los bancos restantes del andén estaban desocupados. ¿Por qué había ido precisamente a sentarse con ella? Además, era el banco más alejado de la puerta B, por la que se entraba, y no entendía por qué razones habría querido precisamente a aquél. Se alejó prudencialmente al lado izquierdo, poniendo por medio la mayor distancia que pudo entre ella y aquel extraño individuo.
Se quedaron en silencio hasta que el joven sacó un periódico de su maletín. Freesia, curiosa, se acercó un poco para observarlo. No era el periódico que ella conocía, el que se publicaba a diario en el Jardín de Verano, si no uno amarillento que parecía ser bastante antiguo.  No se atrevió a acercarse lo suficiente como para alcanzar a leer el nombre o el titular del diario, pero el hombre advirtió su presencia y desvió su mirada hacia ella.
-¿Quieres algo, niña?-le preguntó con voz ronca y áspera, como si Freesia fuera alguna molesta piedra en el zapato.
Ella, algo sorprendida por el tono molesto de su voz, replicó:
-¿No sería al revés? ¿Quiere usted algo de mí?
Freesia le dirigió a su acompañante  una mirada desafiante. En una situación normal, la chica había bajado la cabeza y habría contestado con un simple “no”, pero en aquel momento se atrevió a encarar al desagradable personaje, y lo hizo sorprendida de ello.
-¿Qué has dicho?-el hombre había cerrado el periódico y se había vuelto completamente hacia ella. En ese momento pudo comprobar que tenía la oreja izquierda totalmente quemada, y una gran calva cubría aquella parte de su cabeza. Un escalofrío recorrió a la chica de arriba abajo, y quiso disculparse y no hablar más con aquél extraño, pero, sin saber por qué, continuó con su desafío.
-Se ha sentado conmigo cuando había muchos sitios más libres. ¿No será que usted quiere algo de mí?-no había podido evitar quedarse mirando la parte izquierda de la cara del hombre, y éste se había percatado.
-Es horrible, ¿verdad?-se llevó la mano a donde debería estar su oreja, y la dejó ahí unos instantes, antes de bajarla de nuevo.-Es una historia larga.
Se quedaron en silencio durante unos minutos, luego el hombre habló de nuevo.
-Me parecía que necesitabas a alguien a tu lado.
Freesia se quedó sin palabras ante la sorprendente respuesta. Si era así, ¿por qué había sido tan brusco con ella?
Un nuevo sentimiento hacia aquel joven se abrió paso en la mente de Freesia: curiosidad. Deseaba preguntarle sobre su procedencia, sobre lo extraño de comportamiento y sobre la quemadura en su piel. Pero esta vez no se atrevió, y un silencio volvió a reinar entre los dos.
Aproximadamente un grupo de diez personas entraron en ese momento en el andén. Todas iban ataviadas con trajes de negocios, y parecían proceder de una empresa en alguno de los Jardines. Por los cabellos teñidos de colores de aquellas personas, supo que venían del Jardín de Primavera. Se quedó observándolos unos instantes hasta que el hombre sentado a su derecha volvió a hablar.
-¿Cómo te llamas?-la pregunta pilló desprevenida a Freesia, que tardó un poco antes de responder.
-Freesia.-se aclaró la voz.- Freesia Dubois.
Sin darle tiempo a la chica a preguntar a su vez, el hombre habló.
-Yo me llamo Zache. –la chica esperó a que dijese su apellido, pero no lo hizo. Ella no preguntó.
No era un nombre de los Jardines, eso lo supo al instante. El nombre le sonó a extranjero, y se imaginó que aquel hombre debía de proceder de algún lugar fuera de los Cinco Jardines, lo que hizo que la chica sintiese una curiosidad aún mayor, pero se quedó en silencio y decidió esperar a ver si Zache le decía algo más, pero no hubo mucho tiempo, pues el sonido del tren acercándose inundó el andén. Los dos se levantaron justo para verlo entrar en la estación. Se acercaron prudencialmente a la vía, y el tren se detuvo frente a ellos con un ruido sordo.
Las puertas se abrieron y unos dorados escalones se desplegaron a sus pies. Justo antes de entrar, Zache le agarró la mano a Freesia de improvisto. La chica sintió como se le aceleraba el corazón un instante ante el tacto frío del joven. Él le agarró la mano unos segundos más, antes de susurrarle.
-Encantado de conocerte, Freesia Dubois.-Zache le soltó la mano y se adentró en el vagón. Cuando Freesia subió los escalones y subió a su vez, el hombre ya había desaparecido entre los corredores.
Un hombre gordo de mirada astuta le picó el billete, le indicó que su compartimento era el sesenta y dos y le dio una llave de bronce con el número grabado. Ella se lo agradeció y se internó en el vagón. Cuando llegó a la puerta de su compartimento, sacó la pequeña llave y la abrió.
La habitación no era demasiado grande. Tenía una cama ancha de blancas sábanas, una mesilla de noche, una cómoda con una lamparita al lado y un escritorio de caoba. El suelo estaba cubierto de una mullida moqueta, y el papel de pared era marrón con detalles en beige. Por una puerta de metal se accedía al baño, que se componía de un lavabo, un retrete y una ducha. Era bastante estrecho y no había ventanas. En la habitación principal sí que las había, pero estaban cubiertas por unas tupidas cortinas. Freesia se acercó y las apartó para contemplar el paisaje nocturno que se extendía ante ella.
Estaba muy cansada, así que abrió su mochila de viaje y sacó con cuidado un pijama fino que le había preparado el ama. Se desnudó lentamente y se lo puso. Sin deshacer las sábanas, se tumbó en la cama y apagó la luz del techo pero, sin saber muy bien por qué lo hacía, dejó encendida la pequeña lámpara de la cómoda. Cerró los ojos.
A pesar de todo el cansancio que había acumulado durante aquel largo día, Freesia era incapaz de conciliar el sueño. Dio vueltas y vueltas sobre la cama, pero lo único que conseguía era seguir pensando en todo lo que había ocurrido y en lo que estaba a punto de ocurrir. Se le vinieron a la mente los momentos vividos en el lago con sus amigos, la fiesta en la colina, la extraña anciana de las bengalas y sobre todo, Zache. Sin saber de qué manera, aquel joven de nombre extraño le había dejado una sensación dentro del cuerpo como si la hubieran removido con una batidora, y se había quedado bastante descolocada.
De madrugada le entró hambre, así que abrió el paquete de caramelos que había comprado en la estación. Se habían puesto algo blandos debido a que habían sido aplastados por el peso de la mochila, pero seguían estando bien de sabor.
Justo cuando estaba a punto de quedarse dormida, unos repiqueteos en la ventana llamaron su atención. Había empezado a llover, y debido a la velocidad a la que el tren viajaba, golpeaban con fuerza los cristales, produciendo un ruido desagradable. Fuera el tiempo era espantoso, soplaba un viento feroz y Freesia escuchó algún que otro trueno y vio la línea brillante que surcaba el cielo de un relámpago.
Se cubrió la cabeza con una almohada y cerró los ojos. Cuando por fin se quedó dormida, casi amanecía, pero la tormenta no había parado, ni siquiera había disminuido su fuerza.

Al día siguiente por la tarde salió el sol. Quedaba apenas un día para llegar a su destino, y la chica andaba con los nervios  a flor de piel. Después de comer un estofado de ternera con verduras bastante insulso, se dirigió a su habitación dispuesta a seguir leyendo un libro que había encontrado en su mochila y que la tenía enganchada, así se olvidaría de sus problemas por un rato. Pero justo cuando se encaminaba hacia su compartimento, el tren dio una sacudida violenta que hizo que Freesia tuviera que agarrarse a una barandilla cercana, mientras el suelo a sus pies se sacudía con fuerza, y se agarró con más firmeza para evitar caerse. De pronto, el tren se paró en seco, lo que hizo que la chica diera un traspiés hacia delante y se golpeara contra la puerta del compartimento que tenía en frente. Se llevó la mano hacia la parte golpeada, un poco más abajo de su ojo derecho, y comprobó que sangraba. A su alrededor empezaron a salir personas de sus compartimentos, y preguntaban angustiados qué era lo que podía haber pasado. Se miraron entre ellos unos segundos y luego apareció un hombre alto vestido con un uniforme azul que empezó a dar gritos para que todos los vagones le oyeran.
-¡Salgan de sus compartimentos, necesitamos que desalojen el tren!-las palabras del hombre causaron conmoción entre los viajeros, que empezaron a alborotarse aún más. Freesia no se movió, y siguió tocándose la herida con la mano.
-¿Ha pasado algo grave, señor?-una mujer de mediana edad con el aspecto de haber sido levantada de su siesta miró preocupada al uniformado.
-Nada por lo que deba preocuparse, señora. Simplemente ha habido una avería repentina. Tendrán que alojarse en el pueblo mientras la reparamos, esto nos puede llevar un día, quizá más.
Todo el mundo suspiró de alivio, pero al instante comenzaron las quejas contra el pobre empleado, como si él tuviera toda la culpa.
-Lo sentimos-empezó a protegerse contra la avalancha de personas enfadadas que se le venía encima-Sabemos que esto les retrasa bastante, pero les compensaremos. Hay un hotel aquí, el Cherrywood, tendrán alojamiento y pensión completa gratis, no es gran cosa pero…
-¿Cree que nos compensa quedarnos a dormir en un hotel cutre en mitad de la nada?-La gente comenzó a gritar de nuevo y ella se escabulló hasta la puerta más cercana para salir. Si había que hacerlo, mejor cuanto antes y no esperar dentro con los viajeros de esos ánimos. Justo cuando iba a bajarse del tren, alguien le tocó el hombro.
Era Zache. No le había visto desde hacía dos noches, cuando se conocieron en el andén, ni siquiera cuando iba a comer o a cenar, él no estaba en el comedor.
-Será mejor que te cambies de ropa.-le dijo con brusquedad. Ella miró como iba vestida: unos pantalones vaqueros, una blusa fina de raso y unas parisinas rosa palo. No iba nada mal.
-¿Qué?
-Estamos muy al norte en el Jardín de Otoño. Hace bastante frío, aunque haya salido el sol.-tenía razón. Freesia ni siquiera había pensado dónde podría estar en aquel momento, y miró a Zache, que llevaba el mismo abrigo de la primera noche y una bufanda marrón.
-Gracias.-murmulló la chica, mientras se dirigía a su compartimento.
-Supongo que ya nos veremos-el joven salió del vagón apresuradamente.
Freesia se puso un jersey de color blanco y de lana muy suave, se cambió los zapatos, se calzó unos botines marrones de cuña y se anudó una bufanda rosa al cuello. Aquel día llevaba el pelo suelto, que le llegaba hasta media espalda, y le cubría las orejas. Pensó entonces en el ama Dalia y en su manía por que se cortara el pelo, y se imaginó que sin su melena oscura en ese momento las orejas se le congelarían sin unas de esas incómodas orejeras de pelo. Sonrío, pero luego pensó en el ama, y su semblante se endureció. Decidió dejarlo estar y metió unas cuantas cosas en su mochila de viaje, se la puso a la espalda y abandonó el tren mientras la mayoría de pasajeros seguía discutiendo con el hombre del uniforme, que estaba desesperado.
Al salir del tren notó un aire frío, y agradeció a Zache su consejo. El viento soplaba con fuerza, y ella escondió la barbilla y la boca bajo la gruesa bufanda. El tren se había quedado parado en medio de lo que parecía un campo sin cultivar, salvaje. En la lejanía se distinguía la figura de un pequeño pueblo entre unas montañas altas y escarpadas. A su alrededor se extendía una vasta explanada grisácea, sin vida. Se encaminó al pueblo.
Llegó en apenas diez minutos. Era un pueblecito rural, compuesto por casas de madera pintadas de muchos colores. El ambiente era acogedor, a pesar del frío seco que llenaba el aire. Las calles estaban cubiertas de hojas de los árboles desnudos que se alineaban a lo largo de todo el bulevar principal. Las farolas estaban ya encendidas, a pesar de lo temprano que era, debido a que el nublado cielo lo oscurecía todo sin dejar atravesar ni un solo rayo de luz. Había escasas tiendas y algún que otro restaurante, pero ella no se detuvo y anduvo todo el paseo hasta llegar a un pequeño parque rodeado de sauces que balanceaban sus ramas al compás del viento. Se acomodó en un banco y observó a unas niñas que jugaban en un columpio, sus trenzas rojas propias del Jardín de Otoño ondeaban a su espalda, como una bandera carmesí. A su lado un niño rollizo de sonrosadas mejillas y con la cara cubierta de pecas amontonaba un puñado de hojas amarillentas mientras reía con fuerza.
-Bonita vista, ¿verdad?-Freesia se sobresaltó. Zache se había colocado detrás de ella y miraba pensativo al infinito.
La chica asintió, sin saber qué hacer o decir. Estuvieron así, mirando al trío de niños jugar hasta que él se sentó a su lado.
-¿Te apetece cenar conmigo esta noche?-Freesia miró con extrañeza al joven, que la observaba cuidadosamente con sus profundos ojos claros.
¿Qué respondía? Era un extraño, lo había conocido una noche en el andén de la estación y apenas habían intercambiado dos frases. Pero por otra parte, sus ojos le transmitían calidez, y sentía que podía confiar en él. Al ver que la chica dudaba, Zache dijo:
-No te preocupes, invito yo.-luego bajó la vista.-Es para disculparme por lo de la otra noche, por tratarte así. No se me da demasiado bien hablar con la gente.
Freesia miró a su acompañante de nuevo, pero por fin asintió.
-Está bien.
El semblante del hombre se iluminó y esbozó una sonrisa radiante, y lo único que pudo hacer Freesia fue sonreír a su vez.
-¡Pues perfecto!-Zache asintió varias veces con la cabeza-Quedamos aquí a las siete y media.
La chica iba a responder, pero cuando se dio cuenta el joven había desaparecido calle abajo. Empezó a preguntarse si había hecho bien en aceptar la propuesta. Pero verdaderamente parecía que Zache tenía ganas de cenar con ella, por alguna razón concreta que ella no entendía. Se encogió de hombros e hizo un ademán para levantarse, pero de pronto algo le agarró el jersey y tiró de él hacia abajo.
La niña que había visto antes jugando con lo que parecían sus dos hermanos le sonreía.
-Hola-le dijo Freesia, amable.-¿Te ocurre algo?
La pequeña negó con la cabeza, pero luego asintió, cambiando de opinión.
-Mi hermana y yo tenemos que ir a casa a por una cosa. Y necesitamos que alguien se ocupe de Pensamiento mientras no estamos. Es nuestro primo.-señaló al niño de las pecas que seguía jugando con su montón de hojas.
-Lo siento, pero no puedo.-le dijo a la niña.-No sería apropiado…
Las niñas echaron a correr mientras le decían adiós con la mano.
-¡Volveremos en un rato!-le gritó una de ellas.
Freesia resopló. Miró al bebé que jugaba en la arena y se sentó en frente de él. El niño alzó la vista, curioso, y le dirigió una sonrisa de diminutos dientes.
-Bueno, pues parece que nos hemos quedado solos.-Freesia maldijo el atrevimiento de aquellas niñas y la bronca que les iba a echar su madre cuando se enterase. Pero como no sabía quiénes eran ni quién era su madre, tampoco podía hacer mucho. Así que decidió interrogar al niño, pero él se adelantó.
-¿Cómo te llamas?-le preguntó con una voz infantil.
-Freesia.
-Fezia. Me gusta.
-Gracias.-la chica sonrió.-Pensamiento también es muy bonito. ¿Cómo se llaman tus primas?
-Una se llama Violeta.
-¿Y la otra?
El niño se encogió de hombros y siguió con su tarea de apilar hojas. Freesia suspiró y se dijo que no había remedio. Se quedó observando al niño de rizados bucles caoba un rato, hasta que decidió que ya deberían de haber vuelto las niñas si de verdad hubieran ido a por una cosa a su casa.
-Pensamiento, ¿dónde vives?-le preguntó al pequeño, mientras éste le soplaba a una hoja amarillenta de su montón.
-Allí.-señaló a una fila de casas apiñadas de dos pisos, pintadas todas de amarillo con grandes parterres de flores decorando la entrada principal.
-¿En la casa amarilla?-Pensamiento negó con la cabeza, y su dedito señaló un poco más a la derecha.
Era un edificio muy distinto a los que se encontraban a su alrededor. Era de una sola planta, y las paredes estaban pintadas completamente de morado oscuro y las persianas estaban bajadas. No parecía una casa, pero tampoco parecía una tienda ni se asemejaba a nada que Freesia hubiese visto antes.
-¿Estás seguro?-el niño asintió.-¿Están tus padres en casa hoy?
Pensamiento volvió a encogerse de hombros. La chica apartó las hojas con las que estaba jugando el niño y lo levantó del suelo.
-Pues vamos a averiguarlo.


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