viernes, 7 de septiembre de 2012

3. Sopla las velas y pide un deseo.


El cielo estaba teñido de naranja y rosa cuando Freesia salió a la calle. El aire se respiraba cálido, y unas cuantas nubes dispersas cubrían el cielo del crepúsculo. De camino a casa de Clavel, algo le llamó la atención.
 Se detuvo frente a un puesto callejero que vendía artículos de todas las clases. Examinó el curioso inventario y lo estrafalario del puesto en sí. Estaba todo pintado de rosa y verde de tonos muy brillantes. En letras de neón se anunciaban los precios y por todos lados había farolillos que flotaban en el aire. De los postes colgaban guirnaldas, espirales infinitas y atrapa-sueños decorados con plumas y abalorios de todos los colores. La dueña era una mujer anciana, muy anciana. Tenía la piel curtida por el sol y unas arrugas pronunciadas en torno a la comisura de los labios. Era muy menuda y tenía el pelo trenzado hasta la cintura y cubierto de accesorios de lo más estrambóticos, como unos pendientes de perla o flores silvestres. Vestía una sencilla túnica marrón que le cubría todo el cuerpo.
Lo más extraño de todo era que Freesia no recordaba haber visto a esa anciana ni a ese puesto con anterioridad.
-¿Vienes por algo en concreto, niña?-la tendera tenía una voz suave y melódica, como si al hablar, cantara.
-En realidad, no.-Freesia miró su reloj y advirtió que todavía le quedaban quince minutos hasta la hora en la que había quedado, y decidió quedarse un poco más en aquel extraño puesto.-¿Esto son bengalas, verdad?
Señaló a unos palitos delgados decorados con dibujos de estrellas y flores.
-Exacto. Pero no son bengalas cualquieras.-la mujer cogió una, sacó un paquete de cerillas y prendió el palito. Al instante comenzaron a verse chispas de color violeta, muy brillantes y potentes. Las chispas, en lugar de apagarse, siguieron brillando. Y se quedaron así por mucho tiempo, brillando. Freesia estaba hipnotizada con aquellas chispas bailarinas. Las veía saltar, desvanecerse, volver a aparecer para seguir brillando, pero nunca las veía apagarse. No podía apartar su mirada de ellas. Hasta que la anciana cubrió la bengala con la mano y las chispas cesaron al instante.
-¿Cuánto duran?-le preguntó Freesia.
-Todo lo que quieras. No se apagarán si tú no quieres.
-¿En serio?-la chica estaba impresionada.- ¿El palito no se consumirá con las llamas?
-¿Consumirse?-la anciana soltó una carcajada.-No puede. ¿Las quieres?
Ella se lo cuestionó. Siendo bengalas tan especiales, seguramente costarían bastante dinero y  no llevaba mucho encima.
-¿Cuánto?
La anciana cogió un puñado de bengalas, asió la muñeca de Freesia y las depositó en la palma de su mano.
-Son tuyas, te las regalo.
-¿Cómo?-Freesia estaba sorprendida. ¿Una extraña haciéndole un regalo así, por las buenas?-¿Por qué?
-Para que te acuerdes de todos cuando te marches.
-¿Cómo sabe…?
-Cuando te sientas sola o te pongas triste y sientas nostalgia, tan sólo enciende una de estas. Al hacerlo te sentirás de nuevo en casa, te llegará el aroma del verano, de tu hogar, de tu familia. Brillarán todo el tiempo que quieras. Para siempre, si es tu deseo. Pero debes recordar que cuando ya no estés triste, tienes que apagarla. Luego tira la bengala. Ya no servirá más, pues está llena de miedos e inseguridades, los que ha atrapado mientras estaba encendida. Así éstos se irán para siempre.
Freesia no supo que decir. Se quedó mirando las bengalas que tenía en la mano sin abrir la boca. Levantó la vista para decirle algo a la anciana.
El puesto y la mujer de las trenzas habían desaparecido. En su lugar quedaba  un rastro de polvo brillante y una caja de cerillas. La chica se acercó a recogerla. Era una cajita muy bonita de color rosa palo con grabados de rosas que se enredaban unas con otras a lo largo de los bordes de la tapa. Pero lo que más le sorprendió fue que, en letras plateadas, estaba escrito su nombre. Freesia.
Abrió la cajita y descubrió que dentro sólo había una cerilla. La cogió y la observó al milímetro. Intentó rasparla contra la caja para que prendiera, pero no sirvió de nada. Intentó prenderla contra el asfalto y contra la suela de sus sandalias, pero no dio resultado.
-¡Préndete!-gritó, desesperada. En cuanto habló, la cerilla se encendió. Sorprendida, Freesia se acercó y susurró.-Apágate.
La cerilla así lo hizo. La chica sonrió, complacida, y volvió a dar la orden a la cerilla de que se encendiese.
Prendió una bengala de color amarillo y chispas anaranjadas salieron disparadas de ésta. Caminó con la bengala encendida hasta casa de Clavel, y cuando vio a sus amigos, se sintió bien. Cubrió la bengala con la mano para que se apagase, y la tiró al suelo. Ésta se desvaneció al instante.
-¡Freesia!-la llamó Clavel.
Todos estaban sentados en una valla del parque infantil, y en cuanto se juntó con ellos las chicas la agarraron por detrás y le ataron un pañuelo de tela negra sobre los ojos, para que no pudiese ver nada. Jazmín la agarró de una mano y Begonia de la otra y tiraron de ella para que empezase a andar.
-¿Adónde me lleváis?-la sensación de sentirse ciega la hacía tropezar cada dos por tres, aún a sabiendas de que sus dos amigas la tenían agarrada de los brazos para que no se cayera.
-Ya lo verás.-le dijo Jazmín.-Si no, no sería una sorpresa, ¿verdad?
Freesia intuyó que no tenían intención de decirle nada, así que optó por no malgastar saliva y dejarse llevar por sus amigas. En cierto punto notó que el suelo se reblandecía y lo que había sido baldosas y asfalto pasó a ser césped, así que asumió que la guiaban a un jardín o parque del barrio.
Pero el camino se hizo más largo, y empezó a ponerse más empinado, como si subieran el sendero de alguna colina o montaña. Estuvieron ascendiendo un buen rato, y sus pies tropezaban con ramitas y piedras que había desperdigadas por el suelo. Por fin, el terreno que pisaba volvió a allanarse y se detuvieron en un punto concreto. Parecía un lugar alto, ya que la brisa soplaba más fuerte, lo que hizo que se le pusieran los pelos de punta. Además, sonaba música y gente hablando. ¿Dónde estaba?
Alguien se situó a su espalda para empezar a desatarle el nudo de la tela, y de pronto se encontró en medio de un montón de gente que empezó a gritar y a hablar todos al mismo tiempo. Empezaron a venir hacia ella y a abrazarla, ella les respondía mecánicamente porque aún no lo había asimilado todo bien. Estaba en medio de una fiesta, eso estaba claro. Una fiesta que estaba en la misma colina donde se celebraba la velada de la Celeste. Estaba lleno de mesas de picnic, farolillos y vasos y platos de comida. El ambiente olía a verano, mucho más que nunca, y empezó a hablar y a saludar y a abrazar a gente que conocía, amigos, y hasta a algunos de sus familiares.  Aquello era increíble. Sus amigos habían hecho todo aquello por ella, nunca se lo podría agradecer lo suficiente.
La música sonó más alta y la gente comenzó a bailar alegremente. Begonia le tendió una mano.
-¿Bailas?-Freesia sonrió. Aunque siempre había odiado bailar, aquella noche se sentía capaz de hacer todo, y le cogió la mano a su amiga. Al otro lado de la colina observó a Jazmín, que había empezado a bailar en el hombro de Clavel, y se alegró enormemente por ella.
Mientras se movían al ritmo de la alegre melodía, Freesia le habló a Begonia.
-Sois increíbles, ¿lo sabíais? Es decir, todo esto es genial. Muchas gracias, no hacía falta que os tomaseis tantas molestias.
-¿Molestias, dices? Esta fiesta es lo más divertido que he organizado en mi vida. Todo el mundo quiso venir a despedirte, ¡te adoran!
Freesia rio y giró sobre sí misma.
-Sí claro, ¡qué más! Sólo querían comida gratis.
Las chicas volvieron a reír. Aquella noche bailó con un montón de gente y se lo pasó en grande, y estaba sin resuello cuando llegó la hora de que todos se sentasen en las mesas para cenar.
La comida consistía en platos sueltos, fríos y calientes, que habían preparado entre todos. Cada uno había aportado su granito de arena, y Freesia pudo degustar los deliciosos sándwiches de aguacate y atún del señor Milburn, los emparedados de tomate de la madre de Jazmín y la crema de puerros de Lilac Osbie. Cuando pensó que el estómago le iba a estallar si probaba un solo pedazo más de algo, sus cuatro amigos aparecieron portando una tarta enorme de cuatro pisos, cubierta por velas de muchos colores, como si aquel fuera el día de su cumpleaños. Colocaron la tarta en una mesa central cubierta por un mantel a cuadros y luego Begonia fue encendiendo todas las velas con ayuda de un fósforo. Después, todo se quedó en silencio y sus cuatro amigos se colocaron delante de la tarta.
-Freesia.-Agérato empezó a hablar.-Puede que suene un poco moñas, pero te hemos preparado un discurso. Bueno, como el que tú nos has dado esta tarde.
Ella sonrió.
-Bueno, pues parece que yo empiezo.-Begonia se situó un paso más adelante que los demás, y se irguió para dar una actitud de más importancia.-Para empezar, todos hemos venido hoy aquí para despedirte, y para que te vayas con un buen sabor de boca. ¡Han venido todos! Porque ninguno queremos que te vayas. Sé que es duro, bueno, en realidad no lo sé, porque yo nunca lo he vivido. Pero me lo puedo imaginar, y sólo intentamos hacerte un poquito más feliz, y que cuando estés en el Jardín de Invierno y te sientas mal, te acuerdes de nosotros y de toda la gente que aquí te quiere.
Se retiró un poco más atrás, para dar paso a Agérato, que se puso muy firme.
-Bueno, sí. Te vamos a echar de menos, florecilla.-Freesia sonrió, aquel era el mote con el que todos sus amigos la llamaban, cariñosamente.- Puede que me veas como el más bruto y simple del grupo, pero no es así. Yo tengo también mi corazoncito, y no quiere que te marches.
Le tocó el turno a Clavel.
-Cuando te vayas, será como si al grupo le faltase un pedazo esencial, y nunca lo podremos reemplazar. Somos como esta tarta. Si alguien partiera un trozo y se lo llevase, podríamos intentar poner otro trozo de otra tarta, o incluso uno idéntico al anterior, pero siempre sabríamos que algo falla, que no encaja a la perfección como lo hacía el otro.
Jazmín fue la última en hablar.
-Y para terminar, te hemos preparado algo. Sabemos que la Feria de las Estrellas de este año te la vas a perder, al igual que tu cumpleaños.-Su amiga recapacitó.-Bueno tu cumpleaños no, pero me refiero que no vas a estar aquí cuando sea. Así que ven aquí, levántate.
Ella así lo hizo, y se encaminó hacia la tarta como si flotara en una nube. Aquél era el sueño perfecto del que uno nunca quiere despertarse. Pero sabía que de un momento a otro la burbuja se rompería y ella volvería a la helada y gélida realidad.
Mientras caminaba y se colocaba junto a sus amigos, se dio cuenta de que habían puesto su canción favorita, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
-Sopla las velas y pide un deseo.-le dijo Begonia.
Ella así lo hizo, y, llorando, apagó las catorce velas que cubrían el pastel mientras pensaba con fuerza: “No abandonaros jamás”.
Cuando las catorces velas estuvieron apagadas, todo el mundo aplaudió y entonces comenzaron.
Fuegos artificiales empezaron a aparecer en el cielo, brillantes y cegadores; rosas, verdes, amarillos, violetas.
-Sabemos que no es la Celeste.-le dijo Jazmín.-Pero algo es algo, ¿no?
No era solamente algo, lo era todo. Para ella significaba mucho más que cualquier lluvia de estrellas, aunque fuese la más brillante y bonita del universo. Porque aquella era su lluvia de estrellas particular.
Todo el mundo se sentó en la hierba y, en silencio, observaron los fuegos que surcaban el firmamento junto a las estrellas que empezaban a aparecer. En el centro de todo estaba la redonda luna, que emitía un brillo mágico y que hizo que aquel momento se quedase grabado como una fotografía en la mente de Freesia.
Cuando los fuegos cesaron, la música volvió a sonar y la gente se levantó y siguió bailando y comiendo, pero ella no tenía hambre ya ni para aquel pequeño trozo lleno de nata que le habían servido. El grupo entero se sentó en uno de los manteles sobre el césped.
-Aún hay más.-le dijo Begonia, sonriente.
-¿Más?-Freesia no se lo podía creer.
-Sí, te hemos comprado esto, para que te acuerdes siempre de nosotros.-Clavel sacó un paquetito envuelto en papel de regalo rojo con un lazo blanco.
La chica sostuvo el paquete entre sus manos unos instantes como para tratar de adivinar qué era sin abrirlo, pero al final desistió y desgarró el papel escarlata, que dejó al descubierto una caja del tamaño de un puño. La abrió con cuidado y observó con admiración su regalo.
Era una pequeña sortija plateada que se enroscaba como una serpiente entorno a su dedo anular. Llevaba grabados los nombres de todos sus amigos. Les debía de haber costado una fortuna.
-¡Muchísimas gracias!-todos se abrazaron.-No sabéis lo que esto significa para mí. Que hayáis organizado todo esto… No sé, es demasiado.
-Nunca es demasiado cuando se trata de una amiga que se marcha.-le dijo Begonia.
-Chicos… Sois los mejores. Pero creo que me voy a tener que ir pronto.
-No tan rápido.-le dijo Jazmín, agarrándola del brazo.-Antes tienes que bailar un poco más, venga.
Aceptó. Demonios, ¡si a ella no le gustaba bailar!

Cuando llegó la hora de irse el ambiente se volvió triste. Todos sus familiares y conocidos la despidieron con cariño, y hubo alguna que otra lágrima.
-¿Cuándo recogeréis esto?-le preguntó Freesia a Clavel.
-Eso no es problema, no te preocupes.
Freesia suspiró. En una hora estaría en un tren camino a otra parte totalmente distinta del mundo para ella. Al pensar en ello le daba vueltas la cabeza.
-Nos reuniremos contigo en la estación, ¿de acuerdo?-le dijo Jazmín.-Para despedirte.
Despedirte. Vaya palabra más triste. Pero no dijo nada y simplemente asintió con la cabeza. ¿Qué otra cosa iba a hacer?
Caminó con sus amigos hasta casa de Clavel y volvió a casa sola. La euforia causada por la fiesta sorpresa se iba disipando poco a poco, dejando un sentimiento agridulce que Freesia no sabía si calificar como bueno o malo. Cuando pasó al lado del sitio donde horas atrás había estado el puesto de las bengalas, aún quedaban restos brillantes en el asfalto. La chica sonrió y siguió caminando hasta llegar de nuevo a la valla de su jardín, y la abrió con un empujón  desganado. Luego sacó su juego de llaves y abrió la puerta, que emitió un quejido al abrirse.
El ama Dalia había bajado las maletas a la sala de estar, y esperaban solemnes el momento de irse. El ama estaba en la cocina, moviéndose de aquí para allá con nerviosismo. Había empezado a sacar cosas y a empaquetarlas en cajas marrones que se apilaban en un rincón de la habitación. En ese momento sostenía un colador grisáceo, dudando entre meterlo en una caja u en otra.
-¿Qué haces?-le preguntó Freesia cuando entró en la cocina.-Sabes que no tienes que irte hasta dentro de un mes.
Cuando ella se fuera, ya no quedaría nadie para cuidar de la casa. Así que el ama Dalia se mudaría a una casita que tenía al sur de los Jardines, en medio del campo. Freesia le había dicho que podría llevarse lo que quisiera de casa, ya que, al fin y al cabo, también era la suya. El ama había rehusado en principio, pero la chica había insistido hasta que ella aceptó en coger algunas cosas sueltas, pero alegó que se las llevaba como recuerdo y que en su casita no le faltaba de nada.
-No quiero esperar tanto.-le dijo.-No podré soportar estar en este lugar sin ti, se verá muy vacío.-sus ojos reflejaban tristeza, y Freesia corrió a abrazarla en un arrebato de ternura. El ama le devolvió el abrazo.
-Te voy a echar mucho de menos.-le dijo.
-Y yo a ti, florecilla.
El abrazo se deshizo rápido.
-He preparado ya todo tu equipaje y la bolsa de viaje donde llevarás lo que puedas necesitar en el tren, o fuera de él. Súbete a cambiar, para ponerte algo más cómodo, y nos vamos en cuanto quieras.
A Freesia se le hizo un nudo en el estómago. Si por ella fuera, no se irían nunca. Pero subió las escaleras como el ama le había dicho, y ya en su habitación, se deshizo del vestido para ponerse unos pantalones suaves de algodón y una sudadera gris. Se calzó unas zapatillas de deporte blancas y se hizo una coleta en el pelo. Guardó la ropa que se había quitado en un cajón al fondo del armario. A donde iba, no la necesitaría. Entonces miró a su habitación. Las cosas más importantes para ella, como fotos o accesorios se las llevaría consigo, pero sobre su escritorio quedaban aún algunos cuadernos  y bolígrafos. Sobre las paredes aún colgaba sus cuadros y sus pósters, y todos sus antiguos peluches reposaban sobre la cama, inmóviles, cogiendo polvo. El único que se llevaría era a Oquito, su oso de peluche que su madre le había regalado cuando tenía dos años, y lo guardaba desde entonces. Le había puesto ese nombre ya que a esa edad no pronunciaba bien la palabra “osito”, y en vez de eso decía “oquito”. El ama lo había guardado en la bolsa de viaje porque consideraba que era algo que podría necesitar en el transcurso de éste.
Decidió no pasar mucho tiempo más en su habitación. Lo único que conseguiría era entristecerse más aún. En vez de eso, miró a su alrededor una sola vez. Inspiró hondo y se dio la vuelta, de camino a la puerta. No miró atrás ni una sola vez, ni cuando cerró suavemente al salir.

Antes de irse necesitaba hacer una cosa. Era algo que llevaba retrasando semanas, meses, años, pero algo que necesitaba hacer antes de irse. Dio unos pasos hasta colocarse frente a la puerta, de ébano y oscura, y casi da unos toques antes de entrar, como en los viejos tiempos. Pero luego recordó que allí no quedaba nadie que le impidiese el paso, así que cerró los ojos y empujó suavemente el dorado picaporte, que crujió ante el movimiento.
La habitación estaba sumida en la oscuridad. Lo único que la iluminaba eran los suaves rayos de la luna que se colaban entres las tupidas cortinas. Dentro olía a cerrado y a polvo. Pero también olía a recuerdos. Olía espantosamente a recuerdos, a sueños, a cuentos antes de dormir, a pesadillas en mitad de la noche, a chocolate caliente. Y sobre todo, olía a sus padres.
Freesia hizo de tripas corazón y apretó el interruptor de la pared. La lámpara del techo tardó unos segundos en encenderse, ya que llevaba casi dos años sin usarse. Lo primero que vio la chica fue la gran cama de dosel que cubría la pared de la habitación, con sus características sábanas verdes y los muchos cojines dorados de su madres esparcidos sobre ella. Giró la vista hacia la cómoda, y encima de ésta se observaban fotos enmarcadas. Freesia se acercó. Eran fotografías suyas, en gran mayoría, pero había también una especial en la que salían los tres juntos frente a un parque lleno de flores. Se le hizo un nudo en la garganta y apartó la vista, para centrarse en otra cosa. Cruzó la habitación hasta el gran armario empotrado. Lo abrió con sumo cuidado, como si algo hubiese que se pudiera escapar.
Allí estaban todos los trajes de su padre y los vestidos de su madre. Los mocasines marrones y los tacones altos. Los pendientes y las corbatas, los abalorios, las pajaritas, los pañuelos, los calcetines, e incluso la ropa interior. Sintió un cuchillo helado atravesarle el corazón de un extremo a otro. Parecía que el fantasma de sus padres aún rondaba la habitación, entre las cortinas amarillas y debajo de la moqueta, en la repisa de la ventana y entres los dorados cojines.
Freesia se hizo con un pañuelo de su madre. Era uno blanco, sin ningún dibujo. Olía a su perfume. Lo respiró profundamente y seguidamente se ató el pañuelo al cuello, aún a sabiendas de que hacía mucho calor. Pero no se lo quitó.
Miró a su alrededor, pensativa. Ya no podía retrasar el momento más. Era la hora.
-¿Estás lista?-le preguntó el ama Dalia cuando bajaba las escaleras rumbo a la cocina.
Ella asintió.
Entre las dos asieron las maletas y se dirigieron a la puerta de la casa. Freesia salió la primera. El ama salió después.
La puerta se cerró para siempre, y las flores del jardín parecían más mustias que de costumbre.

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