Llovía con fuerza.
Las nubes, espesas y grises, descargaban todo su contenido casi con
rabia, como si una ira interna las poseyese. El viento soplaba huracanado y
hacía balancearse peligrosamente incluso a los árboles más grandes y más
viejos. “Una tormenta de verano, qué oportuno”, fue lo primero que pensó
Freesia cuando, con el ruido de los primeros truenos, se despertó aquella
mañana lluviosa. Era la décima tormenta que caía desde que empezó la temporada,
hacía apenas veinte días. Freesia se preguntó si no sería porque el cielo
estaba triste, ya que ella se marchaba esa misma noche. Aunque aún era
demasiado temprano para levantarse, ella apartó las finas sábanas que la
cubrían y puso los pies en la mullida alfombra. “Ojalá tenga una de estas
cuando me mude al Jardín de Invierno”, pensó. Aunque en su habitación nunca
había necesitado una tan grande, porque hacía demasiado calor, sus pies se
habían acostumbrado al suave tacto de la lana. Cubría casi todo el parqué de la
estancia, y era de color rojo tierra. Una vez, su madre le había contado que
aquella alfombra fue un obsequio que el rey del Mar le había hecho a la
princesa de Arena para celebrar su boda. Así, cuando ella se fuera a vivir al
océano con su esposo, no tendría que pisar la tierra húmeda de las
profundidades marinas. Su madre le había contado también que, en aquellos
tiempos, la alfombra era colosal, cubría una gran parte del fondo oceánico,
pero que sólo quedaban doce fragmentos en todo el mundo, y uno era el que
estaba en la habitación de Freesia. Cómo había llegado allí era un secreto, y de pequeña se solía preguntar
dónde podrían estar los once trozos restantes, y si serían de diferentes
colores. La Freesia de trece años sabía que aquello era una tontería, pero le
reconfortaba pensar en aquella alfombra como en un regalo de reyes. Sonrío para
levantarse un poco la moral, que a esas alturas ya debía andar por el subsuelo,
y entró al baño. Se lavó la cara con agua fría para despejarse y se miró al
pequeño espejo. Seguía siendo la misma Freesia de siempre, aunque todo
estuviese a punto de cambiar. Piel color chocolate, ojos ligeramente rasgados,
labios carnosos y aquel pequeño lunar debajo del ojo derecho que la
caracterizaba. Su pelo seguía estando tan alborotado y rebelde como siempre,
las puntas oscuras apuntaban a todos los lados. Desistió de tratar de peinarlo
y se lo anudó con una goma para que no le acalorase demasiado. El ama Dalia le
insistía siempre para que se lo cortase, como hacían la mayoría de las niñas
del Jardín de Verano, pero Freesia se negaba a deshacerse de sus bucles negros,
que costaban tanto cuidado y esmero para mantenerlos con brillo. Además, una
vez que llegara al Jardín de Invierno, agradecería tener el pelo tan largo y
abundante. Abrió el grifo de la bañera y se quedo de pie contemplando como el
agua iba fluyendo y se acumulaba en el fondo de color azul. Decidió que, ya que
ese sería su último baño en su hogar, en su vieja bañera, gastaría las burbujas
de flores que el ama Dalia le había regalado para una ocasión especial. En
realidad Freesia no sabía lo especial que podía ser un baño, pero si no las
usaba tendría que tirarlas o regalárselas a alguien. Las burbujas de flores
eran muy caras ya que había que comprarlas en el Jardín de Primavera. Como los
habitantes de los Cinco Jardines no solían viajar a otros jardines exteriores
al suyo, eran muy difíciles de conseguir. Freesia ignoraba cómo el ama Dalia se
había hecho con las dos burbujas, pero tampoco preguntó cuando se las dio el
día de su decimotercer cumpleaños, hacía ya casi un año. No creía que se
hubiesen echado a perder, o al menos, eso esperaba. Las sacó de un cajón debajo
del toallero y las examinó cuidadosamente. Las burbujas tenían el tamaño
aproximado de un puño, quizá un poco más grande. Una era rosa y otra, amarilla.
Acercó la nariz prudencialmente a la primera y pudo comprobar que desprendía un
aroma profundo y fresco a madreselva, y la segunda, a jazmín. Como no sabía
cómo usarlas-aquellas cosas no incluían manual de instrucciones, y el ama Dalia
tampoco le había dicho nada- simplemente dejó caer la rosa dentro de la bañera,
que ya estaba llena. Al primer contacto con el agua caliente, la burbuja empezó
a deshacerse por la parte exterior, y cuando el gel especial que la cubría
estuvo totalmente fundido, la burbuja hizo un ruido extraño, parecido al de una
pequeña explosión, y liberó cientos de burbujas de color rosado que se
amontonaron por toda la bañera .Freesia se dio cuenta, apenada, de que cada
burbuja servía para un solo baño, y no podría usar la de jazmín. La guardó,
apesadumbrada, de nuevo en el cajón. Se desnudó y se metió en la bañera, dejando
que el aroma a madreselva se impregnase en su piel. Cerró los ojos e intentó
dejar la mente en blanco, aunque sus intentos fueron en vano.
El Jardín de Invierno. Cada vez que pensaba en ello
sólo se le venía una palabra a la cabeza: frío. Ella estaba acostumbrada al
calor, a los baños en los lagos, a las faldas cortas, a las coletas altas, a
las gafas de sol y a las limonadas. Estaba hecha de verano. No habría flores en
el Jardín de Invierno, tan solo bosques y bosques, espesos bosques que sólo
podían aguardar a bestias feroces sedientas de sangre y a brujas que se
confunden con la noche. Lo único que sabía Freesia sobre el Jardín de Invierno
era lo que había aprendido en la escuela o lo poco que echaban por televisión.
Las fotos y los dibujos que había visto mostraban parajes desolados, cubiertos
por un manto de nieve de gran espesor, árboles altos de cortezas duras y lagos
helados. El día era corto y las noches, largas. Así como el clima, Freesia se
imaginaba que igualmente las personas serían frías. No como en su hogar, donde
todo el mundo estaba dispuesto a echarle una mano, personas cálidas y
agradables. Además, en el Jardín de Invierno llamaría demasiado la atención.
Así como ella y todos los que vivían a su alrededor eran de piel oscura, pelo
aún más oscuro y ojos marrones, o incluso negros, los habitantes del remoto
jardín norteño eran todos blancos de piel, como la nieve, con el cabello muy
claro, al igual que los ojos. Bueno, al menos su tía y sus primos, con los que
se iba a mudar, tenían procedencia del Jardín de Verano, pues al fin y al cabo
su tía había nacido allí. Nunca había visto en persona ni había hablado con
aquella mujer. Su madre tenía, además de ella, dos hermanas más que sí vivían
en el Jardín de Verano. Freesia desconocía el motivo que había llevado a su tía
a mudarse de jardín. Nadie hacia eso. La mayoría de las personas se quedaban en
un mismo jardín toda su vida. Pero tampoco se atrevía a preguntar. Ella también
iba a ser la rara. También se iba a marchar. La mujer con la que se iba a mudar
se llamaba Iris. Su marido, es decir, el tío de Freesia, había muerto de una
rara enfermedad hacía ya cinco años. Ella vivía sola con sus cinco hijos.
Cuatro eran suyos: Azucena, la mayor, tenía dieciséis años. Crisantemo y
Pernetia eran mellizos, y tenían doce años. Por último estaba Narciso, el más
pequeño de todos, de ocho años. Pero su tía también había adoptado a una niña.
Freesia no sabía nada sobre su adopción ni las circunstancias en las que se había
producido, pero ya se enteraría cuando llegase. Esa iba a ser su nueva familia.
Habían acogido a Áloe cuando ella tenía año y medio. Era de la edad de Freesia,
aunque ya había cumplido los catorce. Sólo de pensar en que iba a tener que compartir
casa con tanta gente la ponía enferma. Ella siempre había sido hija única, no
estaba acostumbrada. Además había vivido sola con el ama Dalia desde que sus
padres… No, se obligó a no pensar en ello, pues sólo le causaría más dolor. En
lugar de eso, se preguntó si en el
Jardín de Invierno tendrían también amas. Que viviesen con ellos desde pequeños
y que les enseñasen y les cuidasen. Supuso que sí. ¿Cómo sería? ¿Una señora
mayor o una chica joven? ¿Sería estricta o más bien comprensiva? No lo sabía.
Si se paraba a pensar, en realidad no sabía nada.
Cuando, al cabo de una hora, Freesia salió de la
bañera, todo su cuerpo olía a flores. Se acordó de que, cuando le dijo a su
mejor amiga Jazmín que su ama le había regalado las burbujas, ella se emocionó y
le contó que dejaban una fragancia tan embriagadora que el chico que le gustaba
caería rendido a sus pies. Pero a Freesia no le gustaba ningún chico del
jardín, y le importaba más bien poco que pudiese embriagar a alguien. Entonces
se le ocurrió que podría regalarle la burbuja restante a Jazmín. Ella siempre
había querido bañarse en una. Además, había un chico llamado Clavel en el
barrio del que estaba perdidamente enamorada. A lo mejor, si Jazmín se bañaba
en jazmín, él caería rendido a sus pies. Freesia sonrió ante la idea y se
envolvió en una toalla. Vació la bañera y cogió la burbuja para llevársela a su
habitación. Una vez allí abrió su gran armario de teca y escogió una sencilla
blusa blanca sin mangas, una falda rosa claro y, para la lluvia, unas botas
marrones que llegaban un poco más arriba de los tobillos. Se soltó el pelo para
hacerse una trenza al lado (así no hacía falta desenredarlo) y se puso unos
pendientes de esferas blancas. Aún era temprano, supuso que el ama Dalia no
habría hecho el desayuno, así que dedicó tiempo a hacer su cama y ordenar su
habitación. Así, de paso, se despedía de ella. No era demasiado grande, con una
cama de madera al fondo, el armario al lado y un escritorio frente a la
ventana. Pero era la habitación en la que había pasado toda su vida. Sintió una
punzada en el pecho cuando se dio cuenta de que no iba a volver. Jamás. Las
maletas estaban aún a medio hacer. Tenía que ir a comprar esa mañana con el ama
Dalia al centro. Aunque se habían pasado una semana entera comprando más y más
ropa de abrigo, parecía que nunca era suficiente.
-No sabes lo que es el frío.-le había dicho el ama
el cuarto día de compras, cuando ella se quejó.-Luego, cuando estés por ahí
entre la nieve y se te hielen hasta los mocos de la nariz, me lo agradecerás.
Ella había puesto los ojos en blanco y había seguido
andando. Al ama no se le cuestionaba nada. Además, posiblemente tuviera razón.
Freesia oyó ruidos en la cocina, por lo que se
apresuró a bajar las escaleras, que crujieron a su paso, y llegó a la pequeña
cocina donde el ama Dalia, aún somnolienta, preparaba tostadas y mermelada de
tomate.
El ama Dalia tenía cuarenta años cuando se mudó a
casa de los Dubois. Aunque habían pasado casi catorce años, ella parecía no
notar el paso del tiempo y, con algunas arrugas más en la frente y en las
comisuras de los labios, seguía siendo la misma mujer que llegó para cuidar a
Freesia cuando ella era apenas un bebé. Tenía la tez muy morena, ya que en sus
tiempos había trabajado en el campo Sur, donde el sol era más intenso y la
lluvia más escasa. Era alta y robusta, y tenía el pelo larguísimo, hasta la
cintura, pero que ya se había teñido completamente de blanco. Las facciones de
su cara denotaban que era una persona estricta, aunque Freesia sabía que no era
tan mala como parecía. Tenía los ojos pequeños y la nariz grande, y los labios
muy finos torcidos siempre en una mueca de reproche. Por lo que la chica sabía,
el ama Dalia nunca se había casado, pero se había quedado embarazada a los veinte años. Cuando
su hijo se marchó de casa, ella se sintió muy sola y decidió trabajar como ama
para alguna familia de la zona. Freesia había conocido en una ocasión a
Gladiolo, el hijo del ama Dalia. Fue un día en el que el ama la había llevado a
la Feria del Sembrado, cuando ella tenía nueve años. Se encontraron de
casualidad. Gladiolo era un hombre fuerte, se parecía mucho a su madre, y a
Freesia le pareció muy guapo. Pero él ya tenía esposa, una mujer muy guapa, y
una hija pequeña recién nacida. Pasaron todo el día con ellos, pero aún así a
Freesia le dio la impresión de que entre madre e hijo no había una relación
demasiado estrecha. Es como si estuvieran juntos por obligación. Y además,
Gladiolo nunca llamaba a casa, y tampoco iba a visitar al ama.
Aquella mañana el ama Dalia llevaba un sencillo
vestido de color azul oscuro, con botones plateados desde la cintura al cuello,
sin mangas. Freesia sonrió al ver que se había puesto el brazalete que ella le
había regalado por su cumpleaños. Lo había comprado en el mercado semanal, era
dorado con el grabado de unas flores de muchos colores. Le había costado muy
caro, los ahorros de un año, pero quería mucho al ama y se lo merecía.
-Buenos días.-la saludó la chica.-¿Has dormido bien?
-Bastante bien, salvo por esos malditos truenos.-le
respondió el ama Dalia.-Qué sorpresa, hoy no he tenido que ir a levantarte.
¿Nerviosa?
-Bastante.-pensó que aquel era el momento idóneo
para hacerle la pregunta que llevaba rondando en su cabeza desde hace unos
meses.-Oye, ama Dalia… ¿Puedo hacerte una pregunta? Quiero que seas sincera
conmigo.
-Claro. Sabes que yo siempre soy franca con todo el
mundo.
-Bien…-Freesia bajó la vista y jugueteó con su
falda. Abrió la boca pero no le salieron palabras. “Vamos, no seas tan cobarde.
Hazlo, pregunta. Es sencillo: ¿ama Dalia, mis padres están…?” Pero no se
atrevió. No formuló la pregunta porque tenía demasiado miedo a la
respuesta.-¿En el Jardín de Invierno hay alfombras?
Vale, aquello era lo más estúpido que había dicho en
su vida. Quería darse de golpes contra la mesa. El ama Dalia apartó la vista
del cuchillo con el que untaba el pan tostado y miró a Freesia a la cara, con
una expresión de sorpresa.
-Claro, ¿por qué no iba a haber?
-No sé, no sé. Simplemente se me ha venido ahora a
la cabeza.
El ama Dalia suspiró y volvió a su tarea de la
mermelada.
-Anda.-le dijo.-Déjate de tonterías y date prisa en
desayunar, tenemos una mañana muy ajetreada. Sabes que hay que…
-Comprar, ya lo sé, comprar.- Freesia puso los ojos
en blanco.-Oye, ¿te puedo hacer otra pregunta?
-Si es si en el Jardín de Invierno hay sábanas, sí,
las hay, de muchos colores, texturas y grosores.
-Qué graciosa. Pero no es eso.- la chica se sentó en
la pequeña mesa centro y le pegó un mordisco a la tostada cubierta de tomate y
aceite. Luego bebió un trago de zumo de melocotón y miró al ama Dalia.- Desde
que, por los motivos que sabes, me enteré de que me mudaba, siempre quise
saberlo.
-Venga, habla ya, se me va a enfriar el café.
-¿Por qué con la tía Iris?-el tono tan seco y
cortante con el que planteó la pregunta sorprendió al ama Dalia, y Freesia se
arrepintió al instante de haber sido tan arisca.- Es decir, TODA mi familia
vive en el Jardín de Verano. Tengo tíos, abuelos, primos e incluso tíos abuelos
que aceptarían hacerse cargo de mí. ¿Por qué con ella, que vive tan lejos?
El ama Dalia se tomó unos segundos antes de
contestar. Más que unos segundos. Le dio un trago muy largo a su taza humeante,
y luego se puso a hervir agua para cocer unos cuantos huevos. Se quedó
observando cómo el agua bullía. Mientras, Freesia observaba la expresión de su
ama. Tenía el rostro neutral, no se podría adivinar lo que en ese momento
pasaba por su cabeza. Luego, de improvisto, fijó la mirada en la chica y
asintió.
-Porque así lo elegí yo. Ella tiene una familia grande,
apropiada para tus circunstancias. Y dinero, mucho dinero.
-Pe-pe-ro…-se quejó Freesia.- ¿No te paraste a
pensar en mis sentimientos? ¿En lo que supondría para mí mudarme a un lugar tan
distinto al mío? ¿Lo que me costaría adaptarme?
-Sabes que no debes cuestionar mis
decisiones.-respondió el ama, muy tranquilamente.
-Seguro que papá y mamá no hubiesen querido esto.
-¡Basta!-el ama Dalia dio un fuerte golpe con una
cuchara de madera contra la encimera.-Tus padres no están. Además, les escribí
una carta con lo que pensaba y
estuvieron de acuerdo…
-¡Estoy harta de las malditas cartas! ¡Harta! ¡Nunca
las he visto!-Freesia se levantó, enfadada, dejando el desayuno a medias, y
subió las escaleras rumbo a su habitación.
-¡Freesia Dubois, como no bajes ahora mismo aquí y
te disculpes conmigo…!-pero ella había cerrado la puerta de su habitación con
fuerza y estaba tumbada en su cama con una almohada sobre su cabeza.
Intentó no llorar, pero no lo consiguió. Las
lágrimas brotaron de sus ojos sin que ella pudiera evitarlo. Hacía años que no
lloraba por eso. Se prometió a sí misma que no volvería a hacerlo. Los
recuerdos le vinieron a la mente vívidos, como si los estuviera viendo por
televisión y ella sólo fuera una espectadora más.
“Era un día soleado de verano. Freesia acababa de
cumplir los doce años. Era una niña feliz, que jugaba con sus amigos en el lago
cercano al pueblo. Se subía a las rocas y contemplaba el paisaje a sus pies,
para luego zambullirse en el agua, riendo y gritando. Y de repente vio a sus padres
acercarse. Su madre llevaba un vestido blanco y unas sandalias atadas a las
rodillas. Su padre, un traje de seda de color azul cielo. Ambos llevaban una
expresión sombría en el rostro. Freesia fue a su encuentro, extrañada.
-¿No deberíais estar trabajando?-les preguntó.
Su madre bajó la vista e hizo un esfuerzo por
sonreír.
-Verás, hija.-le dijo su padre.-Vamos a tener que
ausentarnos durante un tiempo.
-¿Qué?-la niña no se lo podía creer. ¿Ausentarse un
tiempo? Sus padres nunca habían salido de los jardines y no tenían planes de
hacerlo, que ella supiera.-¿Durante cuánto tiempo?
-No lo sé.-luego miró a su hija fijamente a los
ojos.- No es nuestra decisión. De verdad, nosotros no queremos irnos. Pero no
tenemos elección.
-¿Adónde?-puede que se marchasen a otro sitio por
algo del trabajo. Mucha gente hacía eso. Pero intuía en la mirada de sus padres
que aquello iba más allá.
Su padre no respondió enseguida, si no que apartó la
vista, y Freesia advirtió que tenía lágrimas en los ojos. Luego fue su madre la
que habló. La abrazo muy fuerte antes de darle la noticia.
-¿Has oído hablar sobre la guerra fuera de los
Jardines?
Dentro de ellos nunca se hablaba mucho de lo que
había más allá. Es más, no sabían lo que había más allá. Pero últimamente mucha
gente hablaba de una guerra detrás de los muros de los Jardines que parecía
hacerse más grande por momentos. Sin saber el por qué de la guerra, muchos
adultos habían sido reclutados para combatir o simplemente servir de sanador,
piloto, o lo que supiesen hacer.
Entonces Freesia se dio cuenta. No, aquello no podía
ser cierto.”
Los golpes de los nudillos del ama contra la puerta
de su habitación sacaron a la chica de sus pensamientos, y se enjuagó las
lágrimas con la manga de la blusa.
-Puedes entrar.-dijo, con la voz entrecortada.
El ama Dalia traía en sus manos una bandeja con el
desayuno restante que Freesia había dejado. Lo depositó en el escritorio y
luego se sentó en la cama junto a ella. La miró fijamente.
-Lo siento.-le dijo.- Sé que tú no quieres esto.
Créeme, yo tampoco. Pero tu tía Iris es una mujer muy competente. Tiene cinco
hijos, sabrá cuidarte bien. Ya lo sé, nada será lo mismo. Tus amigos, la
escuela, todo. Cambiará. Pero también hay una parte positiva de todo esto. Crecerás.
No sólo en altura, si no en espíritu. Aprenderás, tendrás experiencias, algunas
positivas, otras negativas, pero todas te ayudarán a hacerte más fuerte. Ahora
debe de ser muy duro. Dejar todo atrás no es fácil, para nadie, por muy duro o
insensible que sea. Y para mí no será fácil dejarte a ti, pequeña.-el ama Dalia
le acarició las mejillas con cariño,
Freesia sonrió.- Por eso quiero que tengas esto. Me lo regaló un viejo
amigo, es muy importante para mí.-De un
bolsillo de su vestido sacó una especie de colgante de oro, con una
cadena larga y fina. De ella colgaba una pequeña paloma blanca con un anillo
entorno a su pico.
-Guau, es precioso.-Freesia se quedó admirando la
belleza del pequeño abalorio.-Pero no puedo aceptarlo.
El ama puso los ojos en blanco. Le cogió la mano a
la chica, depositó el colgante en su palma y le hizo cerrar los dedos en torno
a él, como si su mano fuera un pequeño cofre.
-Quédatelo, así siempre recordarás a esta vieja
gruñona.-luego sonrió.
Freesia abrazó a su ama con mucha fuerza. Sin poder
evitarlo, las lágrimas volvieron a aflorar y a correr por sus mejillas.
-Nunca te olvidaría, nunca. Siento haberme portado
antes de esa manera. Parecía una niña pequeña.
-Da igual, fresita.-por el tono de su voz, la chica
supo que el ama también lloraba.-Anda, dejemos de llorar, que parecemos dos
niñitas tontas.
El abrazo se deshizo, las dos se limpiaron las
lágrimas, y en el semblante del ama Dalia se volvió a reflejar esa mueca de
reproche.
-Anda, venga, vamos, que llegaremos tarde, y
necesitaremos toda la mañana para ultimar los preparativos. Venga, venga.
Freesia se levantó y observó como el ama salía de su
habitación con esa manera tan característica de andar que tenía. Sonrió. Luego
volvió a abrir el pequeño cofre de su mano se puso el colgante. La paloma
parecía tener un brillo propio. Un sol particular.
Cuando salieron a la calle, seguía lloviendo a
mares. Las pequeñas casas que se apelotonaban unas enfrente de otras parecían
más pequeñas y frágiles bajo la fuerte tormenta que amenazaba con llevárselas
volando muy lejos. No se veía a nadie a su alrededor, era muy temprano aún.
Además, con el mal tiempo que hacía, Freesia no creía que a alguien le
apeteciera salir de la comodidad de su casa.
Abrieron el paraguas. El de la chica era
transparente con los bordes de color amarillo, al igual que el mango. Caminaron
bajo la lluvia a lo largo de toda la avenida del Sauce, que aquella mañana
tenía un aspecto monótono y gris. No había nadie en los pequeños jardines
privados de las casas, donde las piscinas rebosaban agua de lluvia, ni en los
parques públicos. Vio a algún coche cruzando la avenida a toda velocidad, y
pensó que le gustaría estar dentro de uno en aquel momento, pero el ama Dalia no sabía conducir
y el coche de sus padres cogía polvo en el garaje.
Chapoteó en los charcos con sus viejas botas y
salpicó de agua a una ardilla despistada.
-Saldrá el sol a mediodía, ya verás.-le dijo el ama
Dalia.
-¿Cómo lo sabes?
-Lo sé. Ya verás, seguro que esta tarde puedes ir a
bañarte al lago con tus amigos y todo.
Freesia asintió, pero no se creyó que aquello fuese
a ocurrir. Las nubes cubrían el cielo, y seguían tan espesas como en el momento
en el que se levantó.
Llegaron pronto al centro del pueblo. No bullía de
animación como la mayoría de las mañanas, pero sí que había cierto ambiente en
las calles, donde las tiendas empezaban a abrir. La mayoría eran comercios
dedicados a productos obtenidos de la tierra de los Jardines, pero había un
puñado de establecimientos que vendían ropa y otros productos de primera necesidad.
Freesia observó las angostas calles por las que
pasaban. Vio camiones pequeños de mercancía, que entregaban pedidos de otros
Jardines, o de La Granja. Comerciantes que negociaban con los tenderos y
familias que hacían la compra diaria.
De pequeña, Freesia soñaba con ser comerciante. Era
una profesión que te permitía viajar a todos los Jardines, menos al quinto
(obviamente, ¿quién querría viajar al Quinto Jardín?). Incluso, si eras bueno
en lo tuyo, podrías salir fuera de los jardines y visitar el exterior. La
Granja, o El Embarcadero.
Freesia suspiró. En ese momento ya no tenía ninguna
aspiración con respecto a su futuro profesional.
Su madre era enfermera en un hospital de la zona, y
su padre dirigía la siembra del campo Norte. Eran trabajos bien remunerados,
pero aún así ellos no gastaban mucho. Lo ahorraban casi todo. Pero ya se les
había acabado el dinero ahorrado. Por eso ella tenía que marcharse.
-¡Freesia, vamos, no te quedes mirando al
infinito!-le dijo el ama Dalia, y se dio cuenta de que se había quedado
meditando en mitad del bulevar.
Salió a paso ligero detrás del ama, y se metieron
por las pequeñas calles del centro en busca de tiendas de ropa de invierno. Ya
que allí hacía siempre calor, el suministro de prendas de abrigo era bastante
escaso, y apenas dos o tres tiendas tenían un pequeño apartado para esa ropa.
Fueron a una a la que habían ido hacía dos días, pues la dependienta les había
dicho que tendría un abrigo listo para el día en que se fuera.
La chica les sonrío cuando llegaron a la tienda, se
metió al almacén y salió con una percha cubierta de un plástico que tapaba el
abrigo.
-Aquí está-les dijo.- Me llegó ayer por la noche.
Viene directamente del Jardín de Invierno. Es de plumas, muy mullido, para que
no pases frío. Bueno, lo mejor será que lo veas tú misma.
Levantó el plástico para dejar a la vista un abrigo
largo, de color azul eléctrico y plumas artificiales decorando el borde de la
capucha. Los botones eran plateados con forma de gota de agua.
-Acércate, tócalo por dentro.-le indicó la
dependienta. Ella así lo hizo y notó un tacto suave y que parecía ser
verdaderamente cálido.-¿Te gusta?
Freesia asintió.
-Bien, si te gusta, voy a pagarlo.-dijo el ama
Dalia. Ve mirando a ver si hay alguna bufanda que te guste.
Las opciones eran bastante escasas. En total había
cuatro modelos, cada uno más feo que el anterior.
“Esto va para largo”, pensó Freesia, y suspiró.
Cuando terminaron todas las compras, era pasada la
hora de comer. Decidieron entrar a un restaurante cercano donde servían un menú
a base de pescado y fruta. Freesia miró melancólica a una porción de sandía que
estaba a punto de llevarse a la boca.
-No volveré a comer sandías, qué mal.-dijo.
-No, quizá la tía Iris tenga. Son bastante caras,
pero ella tiene mucho dinero.-le dijo el ama.
-¿En qué trabaja?-eso tampoco lo sabía. Miró al ama
mientras quitaba las pepitas de la sandía con un cuchillo.
-No trabaja. El dinero es de su marido.
-Bueno, ¿entonces que hacía su marido?-miró
inquisitiva al ama.
-Verás, pequeña, hay cosas que no deberías saber.
Simplemente porque no es de tu incumbencia. No te lo tomes a mal, pero el
trabajo de tu tío algo peliagudo. Pero al final te acabarás enterando, supongo.
Yo tampoco lo sé.-hizo una pasa larga para meterse un trozo de melocotón a la boca, lo masticó y
después de tragar siguió hablando.-Pero no le des demasiadas vueltas. Ahora
venga, cómete eso rápido que supongo que querrás ir al lago.
-¿Con este…?-Freesia se interrumpió.
Había salido el sol.